Babilonia
El Espejo por Begoña Morón

Carmela se mira en un espejito redondo que su madre guardaba en el bolso y que le prestó hace semanas para que se retocara la línea de los ojos. Comprueba el aspecto cansado de su rostro. Las bolsas alrededor de los ojos, los surcos nasogenianos muy marcados y la incipiente papada delatan su edad. Aún conserva parte de su atractivo, a pesar de esa forma descuidada que tiene para vestirse y arreglarse. Se adivina que ha sido una mujer muy guapa.
El tiempo ha transcurrido muy deprisa desde que ella era una joven carismática que trabajaba en un cabaret de Torremolinos. Aquellos días quedan muy lejos, ahora se dedicada a la clarividencia. Se gana la vida echando las cartas en el Barrio del Zapillo, en Almería. Desde niña había tenido una vena artística, pero la vida le jugó una mala pasada, una fractura de tibia y peroné la apartó de los escenarios el tiempo suficiente para que sus sueños se esfumasen. Resbaló por unas escaleras, quiere pensar que fue involuntario el tropezón con otra chica de la misma compañía.
Desde joven había tenido la extraña habilidad de despertar envidias y recelos, ahora había conseguido que eso cambiara, y se gana la vida aconsejando a la gente, les habla del futuro que las cartas les deparan, es querida y admirada, sus palabras son importantes para mucha gente. Se siente poderosa.
Una llamada de teléfono la saca de su ensimismamiento. La voz al otro lado del auricular le provoca una sacudida en el estómago, un golpe certero de un boxeador profesional que noquea al adversario durante el primer round. Es la voz de su madre, ronca y quejica, hablando de sus achaques, de la soledad que padece. Resopla, la aburre hasta el hastío, se trata del mismo discurso monótono con el que suele iniciar todas las conversaciones, es una forma de reproche indirecto que le crispan los nervios hasta dejarla exhausta. Contiene el aliento y continúa escuchándola. Se siente desconcertada ante la invitación de su madre a visitarla durante unos días. No entiende que su madre quiera verla, porque se pasará todo el tiempo echándole en cara el éxito de su hermana, la vida de lujos y caprichos que ésta disfruta en Marbella, rodeada de unos hijos estupendos y un marido cariñoso. No quiere ver a su madre, pero se siente responsable de ella. No está bien que una hija piense que su madre es una persona desagradable que transmite la sensación de un trozo de hierro incandescente sobre las manos de aquel que tiene la desafortunada oportunidad de escucharla. Su padre no se había muerto por vejez, sino por aburrimiento, se había muerto para tener un poco de paz. En su juventud había aceptado sin contemplaciones casarse con aquella mujer cuando supo que estaba embarazada. Ahora su muerte y la soledad que sobre ella había caído la habían convertido en una mujer más huraña y más cargada de reproches aún.
No soportaba hablar mucho tiempo con ella porque la hacía sentirse mal, conseguía que se observarse como alguien peor de lo que era. Después de pasar un rato con su madre se miraba en ese espejo pequeño y redondo que guardaba en el bolso y se veía tal cual, sin un velo de restricciones. A veces veía a su madre reflejada y otras veces a ella misma, pero con el aspecto cansado de su rostro, y las bolsas alrededor de los ojos y los surcos nasogenianos muy marcados y la incipiente papada que delata su edad.