Babilonia
Relato Trágico por Mª Ángeles Egea

21 Diciembre.
Aquella noche de tormenta mi corazón latía a mil por hora, por fin la luz de las tinieblas estaba conmigo, me brindaba el valor que necesitaba.
No me parecía que dejar este mundo con un montón de pastillas en la mano fuera algo inusual, eran de todos los colores; verdes, azules rosas, depresión, ansiedad, vértigos, intolerancia a las injusticias… Todas contra la realidad de un mundo que ya no tenía sentido para mí.
Había elegido el sitio idílico, contaría tres y adiós vida. Nadie vendría aquí a interrumpir mi sacrilegio un veinte y uno de diciembre a las dos de la madrugada.
Estaba en el lugar perfecto para que mi alma ascendiera directa hacía arriba con enorme satisfacción. Me hallaba en trance, embriagado de valor hasta los huesos, flotaba libre, sin peso, sin prejuicios, sin ataduras, sin remordimientos…
En ese momento vuelvo en mí, escucho gritos escalofriantes, desgarradores, llenos de angustia, alguien pide auxilio, me doy cuenta de que dos enmascarados persiguen a una chica que corre, casi desnuda, por en medio de las tumbas. De un salto me incorporo y salgo del panteón donde yacía. Pasa a mi lado y la agarro con fuerza, consigo taparle la boca con la mano para que no grite y nos delate. Nos escondemos tras una enorme lapida que tenía una gran abertura oculta tras la yedra salvaje.
Yo conocía ese cementerio como la palma de mi mano, me gusta pasear por allí y leer las esquelas de las almas que partieron hacia el más allá.
—Shhh shhh. ¡No grites! Por aquí, rápido, shhhsshh.
—Shhh, tranquila no tengas miedo
—Shhh, tranquila guapa, tranquila, yo no voy a hacerte daño.
Me agarra tan fuerte por el cuello que apenas puedo respirar, entre sollozos, miedo y escalofríos conseguimos mantenernos en completo silencio, no me atrevía ni a tragar saliva por si los enmascarados nos escuchaban. Estábamos completamente paralizados, mudos, exhaustos, a la vez voy notando como un agradable fluido caliente se desliza sobre mis manos, Oh no! Me doy cuenta que está herida, la acerco más fuerte junto a mí. Se queja de dolor.
—Shhh, calla, parece que se alejan.
Al oírlos marcharse exhalo profundamente y le doy las gracias al mismo universo por salvarla y darle una oportunidad. Me sentía un heroe.
En ese momento, cae desmayada entre mis brazos la tumbo en el suelo con mucho cuidado para ver por dónde sangra. Brota del hombro izquierdo, parece una cuchillada.
Me desespero.
—¿Qué hago? No tengo el móvil aquí.
—De todas formas aquí no hay cobertura, me digo. La llamo, pero no responde, no vuelve en sí.
Comienzo a buscar algo para taponar la herida, percibo un bulto en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Vaya, es el pañuelo que envuelve las pastillas de mi idílica despedida vital, qué paradoja, salvar una vida con lo que iba a quitarla.
Las arrojo al aire con fuerza y rápido introduzco el pañuelo en el orificio sangrante. Consigo detener la hemorragia, pero no reacciona, la muchacha sigue dormida. La cojo, arropada entre mis brazos, y la llevo colina abajo, el viento frío también quiere hacerse el héroe esa trágica noche. Sopla tan fuerte que apenas me dejaba ver.
El aire trae un fuerte olor a pinos de cementerio, a noche de ánimas benditas, a sombras fúnebres y a muertos vivientes…
Los chasquidos de las ramas bajo mis pies me asustan a cada paso, me faltaba el aliento, miro constantemente hacia atrás por si nos siguen.
Es casi imposible avanzar, el viento me ciega y el miedo me toca la espalda, veo sombras en el cielo que parecen carros de brujas dibujando nuestros destinos al compás, unísono, de las cadenas. Me detengo, respiro hondo e intento calmarme. Me digo en voz alta que lo que estoy viendo no es real y que no nos persigue nadie, los enmascarados se han marchado, así que respiro más pausadamente y saco fuerzas de flaqueza para seguir caminando en contra del abismo y la realidad.
Un kilómetro andando hasta mi cabaña, ese era el lugar más cercano para llamar a urgencias.
El reflejo de la luna destella en su cara, parece tan indefensa, tan frágil, tan bonita. ¿Quién sería? Parecía tener unos treinta años, más o menos.
Ya faltaba poco. A lo lejos se distinguía la luz de la cocina que yo siempre dejaba encendida al salir, me gusta recibirme así, como si alguien me esperara en casa para cenar.
Continuara…