top of page
  • Foto del escritorBabilonia

Una Equivocación Divina por Juan Manuel Orberá



El domingo pasado, Dios se equivocó conmigo. Se equivocó y mucho. No contento con provocarme un infarto, luego va y me resucita. Igual que hizo con su hijo Jesús, pero claro, como todo en esta vida, o mejor dicho, en esta muerte, hay resucitados de primera y resucitados de segunda. Pues yo debo ser un resucitado de tercera porque cuando desperté, en la camilla del depósito, no fue un «¡Oh, estupendo, estoy vivo!». No. Fue más bien un «Oh, maldición, estoy vivo, desnudo y con un cuerpo maloliente lleno de remiendos de un extremo a otro». Ya me hubiese gustado a mí ver a Jesús después de resucitar, Él todo perfecto, su barba recortada y vestido con una túnica resplandeciente. En el mundillo zombi nos referimos a él como un «no muerto vip», al igual que Elvis, Michael Jackson y Walt Disney.


En el hospital, el primer susto se lo llevó el chico de la limpieza cuando me vio aparecer por la puerta dando tumbos y emitiendo unos gruñidos que a mí me parecían palabras. Alarmado y al borde del colapso avisó a todo médico que se encontró durante su huida. Lo que vino después no tiene nombre.


Doctores de todas las especialidades, sorprendidos de que un cadáver pudiese estar vivo, se empeñaron en hacerme pruebas y más pruebas. Cómo yo también quería saber que me pasaba, al principio, me dejé hacer. Me colocaron aparatos de monitorización, me hicieron análisis de sangre, TAC, electros… Nada, ni un ápice de vida. El problema vino cuando quisieron profundizar en sus investigaciones. Se acercaron con escarpelos y sierras para buscar en mi interior la causa de mi inusitada vitalidad, pero no estaba dispuesto a permitir que me rajaran de nuevo. Ya no pude aguantar más.


Tomé un cuchillo pequeño que había cerca y, tras cortarme los hilos que ataban mis labios, grité, rozando lo absurdo —¡Quieto todo el mundo! ¡Quiero pedir el alta voluntaria!—. Como si de una invocación diabólica se tratase todos se quedaron inmóviles. Aprovechando el desconcierto me escabullí por una puerta, tomé la ropa de un enfermo y tras vestirme, salí del hospital con la intención de retomar mi vida.


De vuelta a mi casa, el problema no mejoró. Mi mujer, lejos de recibirme con los brazos abiertos, me llenó de reprimendas del tipo «¿Cómo me haces esto?», «tenía asumida tu pérdida», «ya he rehecho mi vida con otro hombre». Yo, aturdido ante tal bienvenida, solo pude balbucear —Tres días, María. Han pasado solo tres días—. No fue suficiente argumento. El tiempo es tan relativo cuando estás muerto.


En la calle, solo, abandonado por mi familia y, ahora también hambriento, me invadió una rabia feroz. Esa fue la gota que colmó el vaso. Necesitaba desahogarme y gritarle todo lo que pensaba de él a aquel que me hizo esto: Dios. Me dirigí a una iglesia y en cuanto crucé la puerta comencé a lanzar improperios sobre su persona. Tal fue el alboroto, que el párroco y un monaguillo salieron de la sacristía brazos en alto y gritándome que mantuviera silencio en la casa del Señor. Cuando se acercaron les relaté todo lo que me había hecho su “jefe”, les expliqué que yo debería estar en el sillón de mi casa, tranquilo y con una cerveza en la mano. El párroco, nervioso, no paraba de lanzarme frases hechas, «los caminos del Señor son inescrutables», «Dios tiene un plan para cada uno de nosotros», a la vez que me iba salpicando de agua bendita con el hisopo. El monaguillo que seguía la conversación callado me lanzaba cruces con los dedos como esperando algún rechazo por mi parte. Y en verdad lo estaba consiguiendo.


Ahora me arrepiento de lo que hice, pero es que entre el cura empapándome y el pesado del niño intentando fulminarme con sus gestos se me cruzaron los cables. Me los comí. Fue un impulso animal, lo reconozco. No pude contenerme, o sí, tal vez.


Salí de allí con el apetito satisfecho. No sabía donde ir, ni que hacer. La gente se apartaba a mi paso y mi presencia en cualquier sitio era cada vez más notoria. Deambulaba por unos grandes almacenes entre miradas de asco e indiscretas cuando paré frente al escaparate de una agencia de viajes y ya todo tuvo sentido para mí.


Anunciaba un viaje a México, donde una de las atracciones, entre otras, era la del desfile del día de los muertos. Ese era mi sitio. Allí los veneraban, la gente de disfrazaba de calaveras, montaban fiestas y cabalgatas en su honor.


Así que aquí estoy, volando a portes debidos, dentro de una caja, a una dirección cualquiera del Barrio Mágico de Mixquic, en Ciudad de México. Esperando que algún curioso me abra y pueda disfrutar de la fiesta. Ojalá llegue a tiempo. A propósito, mi mujer me supo a poco y empiezo a tener hambre.

45 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page